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ASTROLOGIA
Conciencia Azul

Casa 7

 

 

Libro: SIMBOLISMO DE LAS CASAS ASTROLOGÍA
PARA UN TIEMPO DESCORAZONADO

Autor: JOSEP M. MORENO

ARBOR Editorial - BARCELONA

 

 

Casa 7

 

"Todo crecimiento se delata en la búsqueda de un adversario potente."

F. Nietzsche, Ecce Homo

"Toda vida verdadera es encuentro."

"Cuando un hombre está con su mujer, el deseo de las colinas eternas les envuelve con su soplo." M. Buber, Yo y Tú

 

 

La casa VII inaugura un nuevo ciclo de experiencias que tienen como común denominador un progresivo empequeñecimiento del yo. De ahora en adelante cada nueva fase de experiencias demanda un mayor sacrificio, un paulatino desprendimiento del yo con el fin de favorecer su integración en una realidad inmensa: el cosmos. Mu­chos no inician el recorrido iniciático de este hemisferio. Se quedan abajo, viviendo dentro de su propio caparazón. Las experiencias de todo el hemisferio Sur se viven entonces como medios de acrecenta miento, fijación y enquistamiento del yo. Todo se utiliza para la pro­pia usura.

 

El número siete indica el sentido de un cambio después de un ciclo consumado. El inicio del hemisferio Sur implica el acceso a una totalidad simbolizada por el siete que reúne en sí el encuentro entre lo masculino, el tres, y lo femenino, el cuatro. Resulta significativo que las parejas de arcanos mayores en el Tarot sumen siete: La Pa-pisa (11) y el Sumo Sacerdote (V), y la Emperatriz (111) y el Emperador (IV). En el siete hay un sentido de totalidad o complementarie­dad que se alcanza cuando dos elementos diferentes entran en rela­ción, se encuentran.

 

Al igual que en la casa I vimos que no existe un yo como una esencia fija y desprendida del mundo, la casa VII es la invitación a la búsqueda del tú verdadero. El tú verdadero, de carne y hueso, no es el fantasma imaginario que usualmente interponemos entre noso­tros y los demás. Implica el descubrimiento de la presencia. El tú cuando es presencia no tiene confines, es un misterio, la relación que se establece es directa, sin prejuicios ni defensas. Sólo ello posi­bilita el encuentro auténtico. "La relación y el encuentro —dice M. Buber (4)— sólo se producen si hay presencia. La desesperación, la angustia y el pesimismo aparecen en la medida que desaparece la presencia en nuestras relaciones... (pues) los tús se vuelven objetos entre objetos."

 

En la casa VII aparece por primera vez la posibilidad de un en­cuentro, o de unos encuentros que constituirán la vía, por excelen­cia, por donde penetra el destino en nuestra vida. La casa del Tú que constantemente está presente en nuestras vidas, esa pareja que   constituye, a la vez, mi complemento y lo que se me opone. En cada casa se dala posibilidad de una integración de la personalidad, de la individualidad. Cada casa alude a un tipo de experiencias que, si son asimiladas, uno puede surgir más completo, más individualizado e íntegro. Aquí la integración es un resultado de cómo vivimos y enfo­camos los encuentros con aquellos que son mis pares. Mis pares son mis parejas y mis adversarios. Los iguales a mí. Aquéllos cuya altura da la medida de mi propia talla, como muy acertadamente recuerda el refranero español: "dime con quién andas y te diré quién eres". No nos damos cuenta hasta qué punto sobre el Otro reposa nuestro mundo. De su presencia e influjo nace el Universo tal y como lo concebimos. Es el Otro el que, a la vez, me impide y me permite ser yo.

 

El Otro de la casa VII es mi par en tanto representa aquél o aquélla que aparece en mi camino con una máxima exigencia: reco­nocer su radical diferencia, su extrañeza y el misterio del que es por­tador. Esto implica un cumplimiento difícil de realizar, pues preferi­mos cohabitar con lo conocido más que con lo desconocido. Tergi­versamos la extrañeza que el otro. es, con nuestras propias fantasías. Hasta el punto de que casi siempre nos encontramos no con otro real, sino con otro que es el portador de lo imaginario en mí. Éste es el gran equívoco presente en toda relación, y a la vez la gran posibi­lidad de lograr un conocimiento real de nosotros mismos. El Otro es siempre, para uno, un ser que, a medio camino entre la realidad y la fantasía, tiene como misión en nuestra vida, lo sepamos o no, favo­recer otro encuentro, esta vez interior. Un encuentro con aquellas zonas del ser que sin un otro que las ejemplifica o las representa no podemos conocer.

 

El Otro atestigua en nuestra vida la extrema importancia que tiene el que nos conozcamos. Pues sin conocimiento de uno mismo no hay lugar para el Otro real en nuestra vida y, a la vez, sin el Otro presente no es posible el conocerse. "El hombre —afirma M. Buber (4)— deviene uno mismo a través de los tús". El otro es siempre la ocasión para que efectúe un descubrimiento o para que se produzca un crecimiento, pues el otro es portador de lo desconocido en mí. A esto los psicoanalistas lo llaman la proyección. Todo aque­llo de lo que aún permanecemos inconscientes lo proyectamos, lo vemos como realidades en los demás. Realidades en el fondo imagi­narias, pues es nuestra propia fantasía la que teje la sustancia del en­cuentro.

 

Siempre encontramos a aquellos que justamente necesitamos. Podríamos decir que el otro es un espejo de uno mismo. "Lo que se­mejante, conoce a lo semejante", reza un aforismo esotérico. El Otro refleja de mí, tanto lo que rechazo, como lo que valoro y admi­ro, constituye el espejo en el que es difícil reconocerse, porque pre­cisamente refleja lo más real de nosotros, un espejo que nos devuel­ve nuestro auténtico rostro. Nuestra vida es un continuo discurrir de encuentros. Cada encuentro que nos sale al paso, lleva en sí una promesa, un pequeño tesoro. El tesoro es la posibilidad de hallar algo que hemos de reintegrar en nosotros, algo que estaba desconec­tado del ser, que se desparramaba en el exterior. Por ello, cada en­cuentro es portador de un sentido. Un sentido al que accedemos sólo si convertimos aquel encuentro en una experiencia auténtica. Esto significa la necesidad de establecer un compromiso real e impli­cado. No en el sentido que las normas religiosas daban de un compromiso eterno "hasta que la muerte os separe% sino aquél que nace de una entrega y de un coraje. Entrega que da el ser capacidad de asumir la propia soledad. Sin ello lo que hay es un permanente de­pender, una serie de apegos que alejan la posibilidad de encontrar­se. Coraje que proviene de la confianza y que se puede conquistar en la casa opuesta, la I, y tranquilidad en la propia capacidad de ser uno mismo.

 

Cada relación que tenemos en la vida, antes que nada, antes que padre, hijo, amigo, enemigo, jefe, etc., implica ante todo la presen­cia de un tú, es decir, una dimensión de la relación, cuyo símbolo fundamental es la casa VII, porque toda relación, sea la que sea su expresión, necesita el reconocimiento del tú como un igual y un ex­traño a la vez. Esto significa aceptar del otro su totalidad y su libertad, reconocer a otro como portador de un destino que ha de cum­plir y que como él mismo, constituye un camino único e irrepetible. Por tanto, toda relación con otro tiene un significado que varía para cada miembro y que sólo se vuelve inteligible en el contexto del des­tino de cada persona.

 

Cada encuentro es el símbolo de un encuentro interior. La cali­dad de la unión con un Tú refleja la integración de lo otro que hay en mí. El matrimonio es un ritual externo y una institución social que sólo es auténtica cuando es un símbolo de matrimonio interno. Cada uno lo realiza a su manera. A veces a través de un encuentro, otras por medio de diversidad de encuentros, a veces el otro- puede ser del sexo opuesto, otras del mismo, pero en cada encuentro apa­rece la misma exigencia: buscar el tesoro que encierra en sí. El teso­ro es acceder a la comprensión e integración del otro en mí. Por eso cada encuentro reviste una seriedad (no una seriedad aburrida, sino la que nace de la conexión con lo divino que le subyace) y pide un auténtico compromiso. De nada sirven los encuentros a medias, aquellos que apelando a mil justificaciones eluden una entrega real, un compromiso no sólo del yo consciente sino de la totalidad del in­dividuo. Una relación, verdadera compromete lo que en uno hay de esencial.

 

Cada encuentro es único, cada pareja habría de inventar su rela­ción. Y reinventarla cada vez que fuera necesario, una relación si no se transforma pierde sentido, al igual que una vida. Tan importante como el tipo de vínculo establecido es la peculiar mezcla de movili­dad y solidez que se ha de lograr en base a las necesarias transforma­ciones. Para ello, no sirven las normas, pues, éstas y las institucio­nes, sólo sirven para encorsetar y fijar algo que por esencia escapa a toda posibilidad de estandarización. Muchas parejas llevan años juntos y nunca han sido pareja, es decir, un par de iguales. Su rela­ción se basa en una serie de pactos implícitos y explícitos, conscien­tes e inconscientes, por los que cada miembro de la relación cumple un rol imaginario que se adecúa, en más o en menos, a las necesida­des inconscientes del otro. Se crea entonces una relación o bien de conflicto permanente, pues el otro no cumple con mis expectativas; o bien de "folie a deux", esto es, una relación totalmente asimétrica, en que el dominio y la manipulación por parte de un miembro se compensa por la sumisión por parte del otro. No hay encuentro real en tales condiciones. Lo que hay es un vivir, a través del otro, las propias necesidades inconscientes, rehuir a través del otro los pro­pios miedos e incertidumbres. El otro es en mi vida el que compensa mis propias limitaciones, el otro se convierte entonces en el porta­dor involuntario de lo que colma mis carencias y mis posibilidades. Entonces siempre se espera algo del otro, por lo cual éste y uno mismo dejan de ser libres.

 

El reconocer al otro y la capacidad de entrar en relación siempre se encuentra detrás de la dependencia o el apego afectivo, esto pare­ce ser el misterio fundamental de esta casa. A la vez, sin una vincu­lación íntima y comprometida con el otro no es posible síntesis algu­na de la personalidad, pues el conocimiento del otro va paralelo al de sí mismo porque se da a través de un diferenciar entre aquello que uno es realmente y lo que se ve del otro. Lo que el tú revela de sí siempre necesita una especie de sentimiento de delicadeza ante la distancia que éste siempre supone. La delicadeza surge cuando uno ha vivido y vive en la consciencia de su soledad. Soledad que no eli­mina ninguna presencia, soledad por la que el tránsito en el camino de la vida puede convertirse, tanto en una huida de ella hacia los brazos de aquellos que me permiten olvidarla, como la búsqueda de aquellos cuya soledad reconoce y complementa a la mía.

 

Cada encuentro podría ser una revelación. En cada encuentro podríamos vivir un encuentro con nosotros mismos. Cada una de las dor (IV). En el siete hay un sentido de totalidad o complementarie­dad que se alcanza cuando dos elementos diferentes entran en rela­ción, se encuentran.

 

Al igual que en la casa I vimos que no existe un yo como una esencia fija y desprendida del mundo, la casa VII es la invitación a la búsqueda del tú verdadero. El tú verdadero, de carne y hueso, no es el fantasma imaginario que usualmente interponemos entre noso­tros y los demás. Implica el descubrimiento de la presencia. El tú cuando es presencia no tiene confines, es un misterio, la relación que se establece es directa, sin prejuicios ni defensas. Sólo ello posi­bilita el encuentro auténtico. "La relación y el encuentro –dice M. Buber (4)– sólo se producen si hay presencia. La desesperación, la angustia y el pesimismo aparecen en la medida que desaparece la presencia en nuestras relaciones... (pues) los tús se vuelven objetos entre objetos."

 

En la casa VII aparece por primera vez la posibilidad de un en­cuentro, o de unos encuentros que constituirán la vía, por excelen­cia, por donde penetra el destino en nuestra vida. La casa del Tú que constantemente está presente en nuestras vidas, esa pareja que constituye, a la vez, mi complemento y lo que se me opone. En cada casa se da la posibilidad de una integración de la personalidad, de la individualidad. Cada casa alude a un tipo de experiencias que, si son asimiladas, uno puede surgir más completo, más individualizado e íntegro. Aquí la integración es un resultado de cómo vivimos y enfo­camos los encuentros con aquellos que son mis pares. Mis pares son mis parejas y mis adversarios. Los iguales a mí. Aquéllos cuya altura da la medida de mi propia talla, como muy acertadamente recuerda el refranero español: "dime con quién andas y te diré quién eres". No nos damos cuenta hasta qué punto sobre el Otro reposa nuestro mundo. De su presencia e influjo nace el Universo tal y como lo concebimos. Es el Otro el que, a la vez, me impide y me permite ser yo.

 

El Otro de la casa VII es mi par en tanto representa aquél o aquélla que aparece en mi camino con una máxima exigencia: reco­nocer su radical diferencia, su extrañeza y el misterio del que es por­tador. Esto implica un cumplimiento difícil de realizar, pues preferi­mos cohabitar con lo conocido más que con lo desconocido. Tergi­versamos la extrañeza que el otro es, con nuestras propias fantasías Hasta el punto de que casi siempre nos encontramos no con otro real, sino con otro que es el portador de lo imaginario en mí. Éste e el gran equívoco presente en toda relación, y a la vez la gran posibilidad de lograr un conocimiento real de nosotros mismos. El Otro e: siempre, para uno, un ser que, a medio camino entre la realidad y 1, fantasía, tiene como misión en nuestra vida, lo sepamos o no, favorecer otro encuentro, esta vez interior. Un encuentro con aquella: zonas del ser que sin un otro que las ejemplifica o las representa nc podemos conocer.

 

El Otro atestigua en nuestra vida la extrema importancia que tiene el que nos conozcamos. Pues sin conocimiento de uno mismo no hay lugar para el Otro real en nuestra vida y, a la vez, sin el Otro presente no es posible el conocerse. "El hombre –afirma M. Buber (4)– deviene uno mismo a través de los tús". El otro es siem­pre la ocasión para que efectúe un descubrimiento o para que se produzca un crecimiento, pues el otro es portador de lo desconocido en mí. A esto los psicoanalistas lo llaman la proyección. Todo aque­llo de lo que aún permanecemos inconscientes lo proyectamos, lo vemos como realidades en los demás. Realidades en el fondo imagi­narias, pues es nuestra propia fantasía la que teje la sustancia del en­cuentro.

 

Siempre encontramos a aquellos que justamente necesitamos. Podríamos decir que el otro es un espejo de uno mismo. "Lo que se­mejante, conoce a lo semejante", reza un aforismo esotérico. El Otro refleja de mí, tanto lo que rechazo, como lo que valoro y admi­ro, constituye el espejo en el que es difícil reconocerse, porque pre­cisamente refleja lo más real de nosotros, un espejo que nos devuel­ve nuestro auténtico rostro. Nuestra vida es un continuo discurrir de encuentros. Cada encuentro que nos sale al paso, lleva en sí una promesa, un pequeño tesoro. El tesoro es la posibilidad de hallar algo que hemos de reintegrar en nosotros, algo que estaba desconec­tado del ser, que se desparramaba en el exterior. Por ello, cada en­cuentro es portador de un sentido. Un sentido al que accedemos sólo si convertimos aquel encuentro en una experiencia auténtica. Esto significa la necesidad de establecer un compromiso real e impli­cado. No en el sentido que las normas religiosas daban de un com relaciones brindan al ser la oportunidad de acceder a una manifesta­ción de algo muy importante. En la elección de nuestros pares (ami­gos, amantes, parejas, etc.) nos guían unas fuerzas que no tienen nada que ver con las racionalizaciones que hacemos. Esas fuerzas provienen del campo de nuestra totalidad, o de la divinidad si se prefiere.

 

Las únicas relaciones importantes, las únicas por las que vale la pena soportar tensiones y problemas, son las que se dan entre perso­nas iguales. Para que eso suceda hay un requisito indispensable: que cada uno haya asumido la responsabilidad de su vida. Sólo así es po­sible un compromiso real entre pares. Aunque no es frecuente ver que la gente lo consiga. Resulta tan cómodo y fácil tener alguien a quien echar la culpa. Uno es un desgraciado, pero la culpa no es suya. Uno está fragmentado, pero se siente libre de toda responsabi­lidad. ¿Qué ocurre si uno se hace responsable de la propia vida? Algo terrible para muchos: que no se puede culpar a nadie de la pro­pia incompletitud o infelicidad, que no se puede seguir esperando de los demás lo que nunca nadie podrá satisfacer.

 

Existen unas leyes que regulan la relación con el otro. Leyes que no obedecen a las categorías morales usuales, sino que nacen de una especie de necesidad universal. Por ello el signo de Libra rige esta casa. Con la exigencia de equilibrio este símbolo recuerda que éste es la realidad fundamental de toda relación. No el equilibrio entendi­do como una ausencia de movimiento, sino el equilibrio como un factor dinámico que favorece el crecimiento y el conflicto.

 

La primera ley podría ser la que más arriba ya he mencionado: la cualidad especular de la relación. El otro es un espejo de uno mismo. La percepción que del otro tenemos, rara vez es una percep­ción objetiva, realista. Siempre enfocamos nuestra atención en aquellos aspectos del otro que de algún modo resuenan en nosotros mismos. Por tanto, captamos del otro aquello que nos es familiar, aunque seamos inconscientes de ello. Sólo un esfuerzo que conduz­ca a una percepción realista del otro permite lograr que esta cuali­dad especular no sea fuente de equívocos permanente.

 

La segunda ley alude a una función compensatoria. Basta que nos reconozcamos en algo para que su contrapunto se nos aparezca en el camino. Con ello se restablece el equilibrio en lo que respecta a nuestra totalidad. Esto significa que si uno se siente, o piensa, de algún modo en especial parece que se condene a hallar las virtudes o defectos opuestos en aquellos que le rodean. Si cae en la trampa, esta situación le presenta la excusa para que establezca unas relacio­nes basadas en el perpetuo extrañamiento. El otro es aquel que se equivoca, que falla, que no entiende, que tiene vicios, etc. Deja de vivir la dualidad como un conflicto interior para representarla como una guerra con el tú, o con el mundo.

 

La tercera es la ley de la acción recíproca. Toda relación es recí­proca, sus miembros se construyen y moldean recíprocamente. Yo conformo al tú y éste me conforma a mí, en un proceso de indivisible entrecruzamiento. Como muy bien afirma Eskenazi (12,b), no es verdad eso de que existe un yo y un tú separados que se encuentran y nace después una relación. Es al contrario, la relación es lo que de­fine a un yo y un tú. Primero se da la relación y de ésta se desprende un yo y un tú. No existe –dice el autor– un yo que odia o ama a un tú, o viceversa, sino que existe el odio y el amor que se da en una relación, y esto es lo que conforma a sus integrantes. En el comienzo es la relación y con ello se destaca algo muy esencial según el mismo autor: "lo importante no es la existencia de un yo y un tú, sino el tipo de relaciones que establecemos. "

 

Sólo hay relación si somos capaces de encontrarnos con un tú, para ello es necesario que los fantasmas que proyectamos sobre los demás vuelvan a su lugar de pertenencia, esto es, uno mismo. Esto no se consigue fácilmente, son necesarias unas experiencias cuyo símbolo se halla en la próxima casa, la VIII. Son experiencias que persiguen el establecimiento de un diálogo con las propias profundi­dades. Mientras no se consigue este diálogo, tampoco se puede lo­grar un diálogo real con los otros. Cada uno habla consigo mismo al hablar con los otros, y ni aun así se escucha. A la vez, lo que los otros nos dicen llega siempre tergiversado. No hablamos con los otros porque no hablamos con nosotros mismos. Con ello nos con­denamos a una sordera y a una ceguera que nos impide acceder al otro "que –en palabras de O. Paz (22,b)– siempre es toda la huma­nidad reunida en un solo individuo".

 

Los planetas en esta casa aluden al tipo de experiencias que hemos de confrontar al entrar en relación. Muchas veces conectamos con ellos a través de sus enviados, es decir, las parejas, los socios y los adversarios con los que nos relacionamos encarnan las características asociadas a los planetas y al regente de la casa VI 1. Son los dioses, o los rasgos de lo divino que tendemos a buscar en los demás y a no reconocer en la propia individualidad. Si la dimensión de identificaciones y proyecciones inconscientes sobre las que se funda toda relación no es puesta sobre el tapete, la pareja (o el amigo, etc.) actuará en nuestra vida como el representante de una exigencia de la vida que no asumimos como propia,  de una tarea que eludimos. En tales condiciones la relación siempre estará llena de equívocos. El espacio entre uno y otro será un espacio lleno de fan­tasmas, cuyas fantasías tendrán la sustancia del dios olvidado. El otro nunca será otro, sino un espejo deformado de un rostro divino. de una parte de nuestro ser no realizada, de una necesidad de creci­miento no asumida, de un anhelo de completitud nunca alcanzada. Ocurre lo mismo con el signo que está en la cúspide. Tendemos a reconocernos mucho más en los rasgos vinculados al símbolo del As­cendente condenándonos, por ello, a que el signo opuesto sean aquellas actitudes, rasgos de conducta o personajes que nos resultan problemáticos. Aparecen como en una continua persecución en las imágenes que de los demás nos formamos. No toda relación es pro­yección. En una relación genuina el otro es reconocido tal como se comporta con nosotros. En un encuentro real los planetas impelen a tejer fantasías sobre el otro. Si tales fantasías devienen conscientes aparecen como imágenes que son irreales, pero tan verdaderas como los mitos y los sueños. Están relacionadas con la naturaleza del otro y expresan muchas veces sus potenciales. Representan la vida potencial del otro en una forma simbólico-mitológica. Aun sin expresar estas imágenes influyen en la relación y en el otro, pudien­do ser de gran ayuda para despertar sus propias potencias vitales.

 

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