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ASTROLOGIA
Conciencia Azul

Casa 4

Libro: SIMBOLISMO DE LAS CASAS ASTROLOGÍA
PARA UN TIEMPO DESCORAZONADO

Autor: JOSEP M. MORENO

 

Casa 4

 

"Toda vida es un secreto; llevará siempre adherida una placenta oscura y esbozará, aun en su forma más primaria, un interior."

María Zambrano

 

 

El cuatro es un número que ocupó extensamente a Jung. La cuaternidad representa para él "el fundamento arquetípico de la psique humana". Los discípulos de Pitágoras también hacían de la tétrada la clave de un simbolismo constituyente de un marco que ordenaba al mundo. "Cuatro, como la tierra, no crea –dice Eva Meyerovich (*)–, sino que_ contiene todo lo que se crea a partir de él." El cuatro expresa pues, la noción de una realidad matricial que parece contener al sujeto. Hoy le llamamos el inconsciente, fundamento y marco del que nace y en el que se realiza la totalidad de la experiencia humana.

 

En la casa IV descubrimos la foros et origo de toda experiencia. Es el ¿de dónde vengo? La cuestión de los propios orígenes es quizás anterior a cualquier otra. Incluso poder preguntarse ¿quién soy? en la casa I, implica previamente un cuestionamiento del olvido que recubre y encubre nuestro pasado. Y de ello trata el psicoanálisis: recordar y revivir un pasado que, aunque olvidado, no está muerto, sigue presente, actuando y condicionando la vida toda, el presente, el futuro, a través de la zona oscura de nuestro ser: el inconsciente.

 

Es un pasado que fluye continuamente, desemboca en el presente y, confundido con él, casi siempre nos engaña, pues nos hace creer en la ilusión de los cambios. En realidad, consiste en la repetición rít­mica de un pasado impermeable a los cambios. Un pasado actuante que nunca va a variar a no ser que uno emprenda el camino de re­greso.

 

Sumergirnos en las experiencias de la casa IV es darse cuenta de que la mayor parte de nuestro empleo consciente del lenguaje en la casa 3, no es más que un facsímil pálido de extrañas lenguas que más profundamente resuenan en nuestros sueños. Existe un lengua­je que nos viene del "campo de la niñez", esa remota y olvidada re­gión que una vez habitamos, que desaparece mágicamente de nues­tra conciencia, pero que perdura hasta el fin de la vida alentando u obstaculizando cualquier logro y realización que uno pueda tener en la vida.

La tradición ve en ella la tierra, el suelo sobre el que se construye el hogar y enraizan las raíces. El hogar no es una casa, ni unas perso­nas, ni un sistema de parentesco dado. Es un símbolo del sostén, de la "atmósfera emocional" que sustenta a un individuo. En la fase ini­cial de la vida el hombre pasa por unas experiencias de índole afecti­va que establecen los fundamentos de un sentimiento esencial para la personalidad: la seguridad básica que ha de tener respecto a sí mismo, a la vida en general y a su destino en particular. Esa seguri­dad que permite construir un hogar mundo. Una morada que coincida con el cosmos.

 

La casa IV refleja el trasfondo anímico del que una persona nutre al resto de sus actividades vitales. Por ello se considera que ex­presa la raíz del árbol, o los cimientos del edificio, dando a entender con ello, cómo una persona podrá desarrollar su autoestima, su sentido de pertenencia y enraizamiento afectivo. Hay una necesidad de agrupamiento humano que se desarrolla por primera vez en el seno de una familia. Dicha necesidad, si no es cuestionada, actúa incons­cientemente como el principal obstáculo a nuestra individualidad. "Hay numerosos tabúes en el sistema familiar –afirma Cooper (8)–, de alcance mucho más amplio que el tabú del incesto y el tabú con­tra la suciedad. Uno de ellos es la prohibición implícita de experi­mentar la propia soledad en el mundo. Al parecer no hay muchos padres dispuestos a dejar de estar con sus hijos el tiempo necesario para que desarrollen la capacidad de estar solos.".

 

Uno de los modos más frecuentes de lograr un sentimiento de se­guridad es cuando uno se enraíza en un grupo. Muchas personas "echan sus raíces" en el suelo de una iglesia, una patria, una secta o una colectividad, que siempre ofrece una serie de seguridades bási­cas. Dichas instituciones se convierten en pechos de los que mana un antiguo veneno: un exceso de seguridad que deja de lado la duda y la soledad, en consecuencia, destruye la vida. A través del grupo con el que uno se identifica, fácilmente se experimenta un estar en el hogar, una sensación de familiaridad, y sobre todo un sentir de que el propio poder se acrecienta. Disminuye la terrible sensación de la soledad y el desamparo. Se olvida el desarraigo radical al que el hombre en su devenir consciente se condenó. Como proclamaron las Sagradas Escrituras: "Las zorras tiene agujeros, y los pájaros del aire tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde poner su cabeza."

 

La familia o sus sustitutos son entonces el principal soporte, la fuente de seguridad básica. Pertenecer a una familia se convierte en el principal medio para escapar a lo horrible de la soledad, del vacío que se ha de experimentar al desprenderse del lazo maternal, que nutre, cobija y da calor. Claro que tales lazos exigen un pago enor­me: el de la individualidad. Uno se siente a salvo, pero está dentro del rebaño. Uno está seguro, pero el regazo de la madre impide todo crecimiento, es más, seduce al niño para que duerma un largo sueño. Un largo sueño en que la persona no vive su vida, no se expe­rimenta por sí misma. Vive la vida de la madre colectividad. Repro­duce en su familia el juego secular que vivió en la primera, la de la infancia. La vida así vivida es trivial, se desconecta de los sentimien­tos más hondos y poderosos. Tal persona, desconectada de la fuen­te, no tiene la energía suficiente ni para darse cuenta de su triviali­dad, de su vaciedad. Es una desconexión de las propias raíces que sólo enraízan en el alma y ello se paga caro: o la sujeción al miedo e inseguridad, o la necesidad de abandonar las seguridades e iniciar la búsqueda de otro tipo de seguridades.

 

Hay que dejar el hogar alguna vez. Cada uno de nosotros somos miembros de una familia, cada uno de nosotros puede y tiene que poner en duda sus orígenes y su pertenecer a, y eso, a pesar de haber sido bien educado. "Es necesario –nos dice David Cooper (8)–, re-visar nuestro pasado familiar, recapitularlo todo para liberarnos de una manera más eficaz que una simple ruptura o una separación geográfica, por violenta o tosca que sean una y otra." Hay que abandonar el hogar para recobrar las propias raíces, el hogar auténtico, la fuente interior. Ello supone la devastadora demolición de nuestras estructuras de seguridad que han sido laboriosamente levantadas.

 

Las vicisitudes y experiencias propias de esta casa anidan básicamente en la fase de la vida que los psicoanalistas tanto han estudia-do: los primeros años de la infancia. Años que sumidos casi siempre en el olvido, acompañan a modo de "herencia psíquica" a la persona, condicionando, como un pasado olvidado pero vivo, todas las conductas emocionales de un presente siempre limitado y vinculado al pasado en forma de "la compulsión a la repetición", esto es, la re-petición automática e inconsciente de las mismas actitudes frente a los otros.

 

Freud fue el primero en descubrir la relación siempre conflictiva que se da entre padres e hijos en la primera infancia. Su complejo de Edipo es la historia del conflicto primordial entre el deseo y el temor. Deseo de la madre (o padre según el caso), y angustia frente al otro progenitor. La seducción y la hostilidad consciente o inconsciente de los padres hacia los hijos y viceversa, constituyen un núcleo de sentimientos conflictivos enraizados en el inconsciente, cuya represión no sólo no soluciona nada sino que aun empeora pues, tarde o temprano, uno ha de rendir cuentas ante lo reprimido que incansablemente retorna con la pretensión de ser vivido. Con los padres y hermanos conocimos los primeros objetos de nuestro deseo. En ellos queda fijada una parte de nuestra energía instintiva. Posteriormente, si uno no se vuelve consciente de dicha realidad, la estructura afectiva, emocional e instintiva formada en la interacción con ellos, constituye la fuente y el origen de nuestros conflictos emocionales. La pareja, los amigos, etc., se nos aparecen como portado-res inconscientes de los roles de papá, mamá, hermano/a. Reaccionamos con ellos del mismo modo como lo hicimos con nuestra familia.

 

Adler analiza la otra posibilidad básica. El sentimiento de inferioridad del niño y sus frustraciones emocionales hacen que éste reaccione compensatoriamente estimulando un deseo de dominio las personas que le rodean. Este deseo insaciable corre parejo con la fantasía primordial: ser el más fuerte. Para lograrlo, no duda en recurrir tanto a posturas exacerbadamente masculinas, identificándose con el agresor, o en posturas femeninas de ser el agredido. Ya se sitúe en una posición o en otra, el niño siempre se hace la impresión de que la vida le es hostil.

 

Hoy en día aún sabemos más, pues cargamos, no sólo con el lastre de los equívocos que tuvimos con papá y mamá, sino también con el peso enorme de un destino familiar: "Las investigaciones sobre la génesis de la esquizofrenia en familias, -dice David Cooper (8)–, han mostrado con claridad suficiente que la locura se hace inteligible cuando se entienden los sistemas de comunicación-acción que trabajan en el seno de la familia nuclear. Los más recientes desarrollos de estos estudios indican que es importante tener en cuenta la tercera generación ascendente, es decir, los padres de los padres del sujeto considerado loco, para profundizar adecuadamente en esa inteligibilidad."

 

Jung aún va más lejos. Observó en sus pacientes que bajo determinadas circunstancias emergía en ellos una serie de sueños y fantasías, cuyas imágenes no encontraban explicación alguna ni remontando los datos de su biografía personal, ni la de su familia. Con ello descubrió un nuevo continente de imágenes, una tierra inexplorada en la que hunden sus raíces nuestras vidas: el Inconsciente Colectivo. Si tales imágenes se han de vincular con recuerdos, estos deberían ser de acontecimientos ocurridos en un pasado remoto de la Humanidad. Acontecimientos que sobrepasan al personaje concreto, más o menos minúsculo, que es el soñador. Se trata de acontecimientos trascendentes, que se relacionan con una dimensión atemporal, eterna, de la experiencia humana.

 

Un conocido dicho mítico de los judíos reza: "en el cuerpo de la madre, el hombre conoce el mundo, con el nacimiento lo olvida". Como si en la vida prenatal, en el seno de la madre se vivieran unas experiencias no sólo propias del estado de vinculación natural con la madre, sino con una realidad cósmica, que trascendiendo la relación biológica madre-hijo, éste conectara a través del cordón umbilical con la totalidad de la especie y aún más allá, con la fuente de alimen­to perenne: lo divino.

 

Por eso la casa IV, como afirma penetrantemente E. Eskenazi, siempre permanece en la oscuridad. Es un símbolo de la zona de nuestra individualidad y de las propias motivaciones que escapa a nuestra conciencia. Como la raíz que, hundida bajo tierra, es invisi­ble pero sostiene y nutre al árbol entero. La casa IV es nuestro cor­dón umbilical.

 

Una persona puede vivir una vida superficial, desconectada de sus sentimientos hondos y poderosos que como ríos subterráneos transcurren por debajo de su percepción, pero entonces carece de alma, es decir, tanto en su estar como en su expresión, se nota a fal­tar algo: hondura. La persona no sufre pero no se alimenta. Puede aparentar tranquilidad, felicidad, alegría, o lo que sea, pero cuando llega el momento y el contenido de la casa IV, la corriente del río, subterráneo hasta entonces, emerge, puede ser devastador, o salva­dor, nunca se sabe. Debajo de las apariencias de tranquilidad, ar­monía o felicidad, aparecen inmensos mares de tristeza, o de rabia secularmente acumulada, o de deseo contenido en diques que se rompen. Esta experiencia, si no es asimilada, puede conmover o de­rrumbar los cimientos de una vida. El ego siente la invasión de unas fuerzas que le inundan, le ahogan, o, por contra, si se deja llevar, puede desembocar en un nuevo hogar.

 

Un hogar que aparece cuando por fin cedemos al deseo de inclinarnos sobre nuestro pasado, para reencontrar allí lo que una vez dejamos apartado en el camino y que ahora resulta necesario. Se han de explorar y recorrer los recuerdos del pasado. Se ha de seguir la oscura nostalgia de los orígenes, confiándose a los senderos del sueño y de la memoria para recuperar el anhelado hogar, la auténti­ca patria. Se ha de buscar un hogar y descubrir que el hogar de uno es el lugar donde uno está, porque la sensación de seguridad e inti­midad se llevan a cuestas, vienen más por un modo de estar en la vida, que por la pertenencia a un grupo y el arraigambre a cualquier lugar.

 

Los planetas en la IV siempre nos hablan de los temas arquetípi­cos dominantes vinculados al destino de una persona, con su vida emocional y su seguridad o inseguridad afectiva. Son los dioses que dominaban la atmósfera anímica y las relaciones que bajo su álgida se dieron y se dan entre los miembros de la familia. La atmósfera emocional de una familia está vinculada al mandato de los dioses que la presiden, sus relaciones y conflictos, sus necesidades e instin­tos, vividos o no. Todo ello forma una especie de caldo anímico o suelo invisible, pero que actúa directamente sobre todos sus inte­grantes, y especialmente sobre el niño. Éste, que es puro incons­ciente, percibe, capta como un radar y se alimenta de aquél. Llora un llanto semejante al de su madre, un llanto que casi siempre es el llanto no llorado por la madre, es decir, se alimenta de los deseos, miedos y conflictos escondidos en la "habitación de los trastos" de la familia. Hay una continuidad de estados emocionales entre los miembros de la familia, una especie de comunicación subterránea que se puede perpetuar simbióticamente por tiempo indefinido, de­jando, en muchos casos, a la persona en una tierra de nadie emocio­nal. Por ello, es necesaria una revisión del pasado, un regreso para recuperar todo aquello que un falso mundo de seguridades o insegu­ridades hizo que dejáramos. Cada vez que se inicia o finaliza un ciclo en la vida, cada vez que se ha de dar un paso adelante, se activa la casa IV. Por las inseguridades que despiertan al menor cambio y porque allí, en esta casa (en nuestra alma), se ha de buscar la fortaleza necesaria para levantarse y echar a andar.

 

La casa IV exige una inmersión periódica en sus aguas. Esas aguas del inconsciente que son la matriz de toda creatividad. Pode­mos titubear antes de zambullirnos, por miedo a no poder salir. Po­demos tiritar de frío una vez dentro y desear salir antes de tiempo. Podemos abandonarnos al estupor del frío y desear entrar en el sueño eterno. Esos son los peligros, pero la recompensa es de un inapreciable valor: los miedos y las inseguridades ya no paralizan la vida, pues la inmersión en lo hondo tiene por virtud un cambio fun­damental: se descubren las oscuras dependencias afectivas. Estas re­laciones que tras cualquier disfraz convencional ocultaban necesida­des emocionales insatisfechas y dependencias afectivas. Se descu­bre, también, a dónde tienen que apuntar las necesidades emociona­les para no continuar generando dependencias. Se descubre, en de­finitiva, lo ilusorio de toda relación en tanto que es vivida pomo algo a lo que cogerse, lo ilusorio de cualquier lugar y situación como techo en el que cobijarse de las tormentas del vivir.

 

La tarea a realizar en esta casa implica un proceso emocional, por ello no es controlable por la voluntad y el intelecto. Un proceso que apunta a liberar la parte de energía instintiva y emocional que quedó fijada en el pasado. Con ello se puede lograr una nueva inserción en el mundo de la relación afectiva. Ello se traduce en un desarrollo del alma. Una comprensión del alma que permite sentir y aceptar cuán imprevisible es la vida; cuán poco influyen en ella nuestros temores e inseguridades, sobre todo en el sentido que creemos. Dicha compresión no es intelectual, recuerda más bien lo que el mito platónico ya nos advertía: "conocer es recordar". El héroe es el que se recuerda a sí mismo, pues, como se ha dicho, no hay esperanza sino en los recuerdos. Allí están las victorias, los fracasos y sus lecciones. Hasta hay quien dice que toda virtud se debe a la buena memoria y todo vicio al olvido. Como el cuento de los tres hermanos que van sucesivamente al castillo para rescatar a la princesa, los dos primeros no se atreven a pisar el camino de gemas y diamantes, mientras que el tercero, que no olvida a qué va, las pisotea sin contemplaciones.

 

Por ello recordar es tan importante. De hecho, es una de las principales tareas del psicoanálisis. Es un recordar que permite recuperar lo que parecía definitivamente perdido –el pasado-, creando con ello un basamento sólido para nuestro presente. Lo que nos sostiene es lo que nos precede, pero integrado: nuestros orígenes.. "Pasado: lo real –nos dice S. Weil (34)–, pero absolutamente fuera de nuestro alcance, no podemos dar un paso hacia él, sólo orientarnos por una emanación suya que viene hacia nosotros. Por eso es la imagen por excelencia de la realidad eterna, sobrenatural. ¿Será ésta la causa de la alegría y la belleza que hay en el recuerdo como tal?"

 

La casa IV es el "país de la infancia", sus planetas son los habitantes de este país. Si no es visitado por nosotros, es decir, si no oímos sus voces, se convierten en manantial constante de tendencias e impulsos infantiles. Si son escuchados nos conducen a establecer contacto y experimentar la inseguridad radical del ser. Sus lecciones permiten aprender que por mucho que echemos raíces estables en suelos, nada ni nadie puede evitarnos el desarraigo, pues esto es lo único capaz de sacudir los apegos, capaz de generar la confianza en uno mismo.

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