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ASTROLOGIA
Conciencia Azul

Casa 5

Libro: SIMBOLISMO DE LAS CASAS ASTROLOGÍA
PARA UN TIEMPO DESCORAZONADO

Autor: JOSEP M. MORENO

ARBOR Editorial - BARCELONA

 

La casa 5

 

El número cinco es la expresión simbólica de una necesidad nueva. Es signo de unión (dos –principio femenino– más tres principio masculino–), número nupcial dicen los pitagóricos; implica una totalidad obtenida por un centro que reúne e integra cuatro. Cuatro es la imagen de la estabilidad que, en un nuevo estadio (el cinco), deviene en la necesidad de hallar un centro el corazón-manantial que es pura creatividad. Al conseguir construir en la propia vida un hogar seguro, un fundamento sólido, que como vimos no pasa por lo que generalmente se cree, aparece el cinco como el inicio de una tensión o urgencia que antes no se sospechaba: la creati­vidad, expresar la propia sustancia individual. Si la individualidad es única, también lo ha de ser su expresión. Por ello en esta casa aparece la creatividad como punto de referencia e integración de la personalidad. En la creación se parte de la conciencia de la separación y es una tentativa de reunir lo que fue separado.

 

Una vez recordado el pasado, una vez realizado el camino de inversión, esto es, de ida hacia atrás, en busca de los propios orígenes,
una
vez perdida la necesidad compulsiva de sentirse seguro y querido por los
papás y mamás que pululan por nuestra vida, podemos
recuperar la infancia. "Dejad que los niños se acerquen a mí", dijo

 

Jesús, sólo ellos pueden gozar de verdad, Sólo ellos pueden crear. Hay que divertirse. Es preciso reencontrar las huellas de nuestra ili­mitada capacidad de pasión y goce que una vez tuvimos todos. Sólo los niños conocen la Fiesta como una encarnación en el tiempo de lo atemporal, como una irrupción de lo divino en la vida personal y co­lectiva. Las ceremonias, festejos, ferias, etc., adquieren sentido sólo si despiertan la facultad de maravillarse, de contemplar con el cora­zón. Este despertar es uno de los retos de esta casa, un despertar que aquí es un recuperar algo que, como adultos, todos añoramos. Son los niños los que no la han perdido. La fiesta antigua estaba fun­dada en la experiencia de conectarse con una parte del ser que al manifestarse hace a uno convertirse, de pronto, en el centro del Universo. Y ello es porque lo divino ha descendido. En cambio, hoy, lo único que se vive es un ocio envilecido. Es la fiesta de los grandes imperios: el circo romano, las modernas "vacaciones" y el interés por los espectáculos estúpidos.

 

La casa V no habla de los hijos biológicos necesariamente, sino de todos aquellos sobre los que depositamos, proyectamos y vivimos vicaria o íntimamente la propia necesidad de crear, jugar, apasio­narse y, con ello, salir de uno mismo, exteriorizar nuestra individua­lidad en el puro acto de hacerse uno con el objeto de la pasión. La casa V trata, en definitiva, de lo único en nosotros capaz de apasio­narse y gozar: el Niño. Esta imagen o factor que en el ser humano por mucho que envejezca nunca muere, o mejor dicho, nunca debe­ría morir. Las personas más maduras, en el pleno sentido de la pala­bra, son al mismo tiempo infantiles en alto grado. Es preciso que una persona "madure" para vivir la realidad del niño que también es. Hay un miedo social a que nos convirtamos en niños. Por su irresponsabilidad se diré, entonces se exige de la gente que viva una adultez desconectada de la niñez, se nos inculca un sentido de la res­ponsabilidad que lo único que logra es castrar toda posibilidad crea­dora presente o latente del niño en nosotros.

 

Se condena con ello a los adultos que se disocien de él y lo pro­yecten en sus hijos biológicos. El resultado, la mayoría de las veces, es dramático: el hijo deja de ser otra persona, para devenir en "mi niño", una prolongación de la propia identidad. El niño se convier­te, a su pesar, en el depositario involuntario de las ilusiones y que de pequeñitos todos tuvimos y no pudimos o no nos atrevimos a realizar. El niño que, como símbolo, siempre alude a un futuro pre­ñado de posibilidades creativas, proyectado en nuestros hijos se in­tenta vivir en un proceso cargado de violencia, al que comúnmente denominamos educación y que, en la práctica, casi siempre implica una serie de tácticas que apuntan a controlar al otro, para así poder recrear y revivir nuestras propias expectativas. Como afirma E. Es­kenazi, educar se convierte en la imposición forzada de las propias imágenes al hijo, cuando podría ser el proceso por el cual se deja al otro ser él mismos. Claro que, añade el autor, uno consigue educar así cuando uno se permite ser, a la vez, él mismo.

 

En la casa V vemos, entonces, el tipo de hijos que deseamos tener. Deseo que casi nunca coincide con la realidad. Los padres nunca tienen exactamente los hijos que desean, porque se hacen una imagen a la cual ellos tendrían que plegarse. Dicha imagen no es más que una proyección de sí mismo. Los padres olvidan que el niño es un individuo completo, le convierten en partes de su propia iden­tidad. Ocurre algo parecido en el enamoramiento, el otro no es más que un reflejo idealizado, el portador de una imagen que no está, en absoluto, fundada en su realidad. La historia y relación que estable­cemos con nuestros hijos y amantes está reflejada simbólicamente en esta casa. Sus planetas ocupantes y/o el planeta que rige su deve­nir serán los dioses que mediarán en la relación. El hijo deviene en­tonces en el enviado de la vida que me hará confrontar lo que ignoro de mí. Los problemas de la relación padres-hijos son, cara a los pa­dres, aquellos que eluden confrontar en ellos mismos, aquellos que no han podido relacionar con su propia individualidad. Si uno se convierte en adulto o padre "responsable", lo más probable es que el hijo encarne el papel mítico del o de los planetas de esta casa. De ello casi siempre surge una relación tensa y problemática, los padres entran en conflicto con los hijos, pero más profundamente es con lo que ven reflejado de ellos mismos en sus hijos. El resultado suele ser trágico, pues tarde o temprano el hijo se rebelará contra sus padres. Rebelión completamente necesaria cara a descubrir su auténtica in­dividualidad. Para ello ha de destruir en sí todo lo que los padres le han de alguna manera inculcado. Cuando eso no ocurre, casi siem­pre es síntoma de algo peor. El niño no se rebela porque ha renunciado a ser él mismo, con lo que se condena ha vivir una vida que no es la suya sino la de sus padres. Un proceso similar ocurre con los amantes. El enamorado tarde o temprano ha de pasar por una de­cepción. El otro empieza a revelarse como un ser autónomo que tira al traste la imagen y las expectativas que de él/ella nos habíamos for­mado. En la casa V todos hemos de confrontar un tipo de experiencias que demandan que exterioricemos algo nuestro, algo que habita en lo más profundo del ser. Algo que de nosotros salga hacia afuera y se proyecte y condense en un objeto exterior. Sólo así podemos co­nocer algo que nos constituye aunque no nos pertenezca. Lo encon­tramos reflejado en una imagen, sea objeto, persona o actividad. Por eso el hijo, el romance o el juego son tan importantes. A través de ellos exteriorizamos y conocemos lo mejor que tenemos. Esta ne­cesidad de exteriorización de nuestra individualidad es vivida como la inclinación que a todos subyuga, a dramatizar, a representar en el drama de la vida nuestro papel magnificado, enseñar lo mejor que tenemos. Para ello es menester poder olvidarse de uno mismo, olvi­do que brota por sí mismo cuando el niño en nosotros surge, con su entusiasmo, su pasión, y un divino egoísmo, que le permite trascen­der todo lo que no sea el objeto de su juego-pasión.

 

Todo acto creativo que tal nombre merezca ha de contar con él. Su presencia resulta imprescindible para alcanzar este estado del ser que se denomina: ensimismarse, olvidarse de uno mismo para reen­contrarse a sí mismo pero transfigurado, hecho arte, embellecido en el máximo esplendor del que uno es capaz. Todo ello recuerda en mucho al narcisismo trascendental de Unamuno (31), un ansia de in­mortalidad y autoafirmación, "un entender el yo no como algo pasi­vamente recibido, sino como trofeo que debía conquistarse a sí mismo para luego asentarse al resto del universo, como un sello in­deleble o un pendón victorioso". La creación siempre implica salir del espacio y del tiempo que se habita. Sólo el niño tiene esa capaci­dad. Con ello no sólo se viven espacios y tiempos distintos, sino que también se conoce una nueva dimensión, un espacio atemporal o un tiempo sin historia del que emana una de las fuentes esenciales de la fuerza creativa: la espontaneidad.

 

La casa V no muestra los potenciales creativos en el sentido de los propios talentos o la capacidad de genio que sólo algunos here­dan. Este "genio" ni está en la casa V ni se halla reflejado en el Tema Natal. No se puede ver. Es un secreto de la divinidad y del destino. La casa V se refiere a un tipo de creatividad que es herencia universal. Todos podemos disponer de ella, a todos nos es dado co­nocerla aunque no todos quieran. Ya Maslow (21) tuvo que distin­guir entre "la creatividad debida a un talento especial" de la "creati­vidad de las personas que se autorealizan. "Ésta última –según sus palabras–, deriva mucho más directamente de la personalidad misma y se manifiesta ampliamente en los acontecimientos ordina­rios de la vida..." Es la creatividad que surge por sí sola en el aban­donarse al propio niño que sólo jugar quiere. ¡Es tan importante el juego! En él es cuando más cerca estamos de lo divino. En el juego desaparece la necesidad del esfuerzo, de violentar la naturaleza, se siente el puro placer y la alegría, la fatiga está ausente. Surge la es­pontaneidad, única fuerza capaz de cambiar nuestra percepción, como el niño de la fábula que se dio cuenta de que el rey estaba des­nudo. Se puede entonces captar lo fresco, lo frágil y lo único de los fenómenos, las personas y las cosas. Se siente la liberación de todos los clichés y los estereotipos. Se accede a una autoexpresión inocen­te y carente de inhibiciones. Se consigue una "segunda ingenuidad" como la llamó Santayana, término que. etimológicamente viene de la palabra latina ingenius que significa "noble", "generoso" y propia­mente "nacido libre". De la ingenuidad surge el ingenio, la capaci­dad generativa.

 

Jugar, enamorarse, contemplar al  hijo, pintar, escribir, todo ello presenta la ocasión propicia para que en ella nos sumerjamos, para que de ella nos inflamemos y así  vislumbremos la identidad, la uni­dad que se da entre el objeto de la creación y uno mismo. En realidad, todo acto creativo es un acto de unificación de reintegración de aspectos antes separados opuestos, formas que luchan entre sí, disonancias de todo tipo, hasta formar una unidad. Lo mismo hace el gran teórico cuando reúne hechos sorprendentes e inconsistentes de modo que podamos darnos cuenta de su mutua interdependen­cia. Y lo mismo podemos decir del gran estadista, el gran terapeuta, el filósofo, el progenitor, el inventor. Todos ellos son integradores... En la medida que la creatividad es constructiva, sintetizante en integrativa, en esta misma medida depende de la integración in­terior de la persona." De dicha integración surge como en una tota­lidad inseparable la capacidad de amar, de jugar, de reír, de impro­visar y de crear.

 

Uno es su hijo, su obra, su amante, su juego. Ello puede dar lugar a las manifestaciones más impersonales de contacto amoroso, el amabam amare de S. Agustín, como a las formas más burdas de utilización egoísta del mundo. Mi obra, mi hijo, mi amada, deviene el pretexto para sentirme un dios, constituyen la audiencia impres­cindible para que yo me escuche a mí mismo. En un monólogo reite­rado en el que sólo brilla el orgullo, la pérdida de mis límites por el crecimiento de la auto importancia. Ya D. Juan nos previene de ella. Constituye el peor enemigo, aquel que consume la mayor cantidad de sustancia vital o de poder según sus propias palabras.

 

En la pasión del enamoramiento no existe el otro como un tú igual a mí. Este otro es el mero soporte de una proyección de lo que de mí idealizo. La felicidad que provoca es la de verse contemplado en la amante, es la de amarse a uno mismo cuando ama. Es el amor al amor, cómo dice Denis de Rougemond (26), Tristán e Isolda no se aman... Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Es un amor egoísta por esencia, como el de Narciso. Uno se enamora de uno mismo, de como se siente y qué experimenta cuando se enamo­ra. El otro queda reducido a un simple medio para experimentar placer. El ansia de ser uno mismo, tanto puede ser egoísmo fatal, como necesaria despreocupación por los demás, tan imprescindible para poderse exteriorizar, para poder vivir tal como uno es y como quien uno es.

 

El punto común de todas las situaciones de la casa V es que en ellas brota la pasión. Esa pasión produce el "calentamiento" necesa­rio para que surja la espontaneidad y con ella el acto creador. Lo ca­racterístico de esas situaciones es que surge la sensación de sorpresa, aparece lo inesperado. Da la impresión de que durante un lapso de tiempo se elimina lo cotidiano y conocido, y con ello se conecta con una fuerza impulsora o transformadora. Espontáneo es el entrar en las situaciones sin supuestos previos, ni objetivos preconcebidos, con inocencia y sencillez. Sólo así desaparecen los clichés y estereotipos inhibidores, como el niño que se siente seguro sin temor al ridí­culo. La espontaneidad no es algo que se pueda dominar o crear por un acto de voluntad. Más bien al revés, cualquier acto de voluntad consciente la inhibe. Es necesario conseguir el estado de no interfe­rencia del yo, un olvido de sí mismo. Las razones, ideas y creencias del yo perturban el proceso creativo. El yo debe desaparecer; en el fondo, es el mismo problema que han de enfrentar los místicos.

 

El niño nace cuando el yo se va. Es él el que no se asusta delante de lo misterioso, de lo sorprendente. El niño se deja ser, cuando la situación lo requiere, es capaz de ser caótico, desordenado, anárqui­co, vago, indeciso, inexacto, impreciso, altruista y egoísta la vez. Se desenvuelve en un estado del ser en el que el deber no se desco­necta del querer ni éste del placer. Todo ello implica una cuestión esencial: un autoaceptarse a uno mismo, que es lo que permite per­cibir con cierta originalidad y valentía la naturaleza del mundo desde una perspectiva no usual. La espontaneidad es así, el locus de la individualidad. En la medida que ésta disminuye la espontanei­dad desaparece y a la inversa, en la medida que ésta se desarrolla, aquélla se expande y se manifiesta.

 

La creatividad que un individuo posee no es una posesión, no le pertenece. No existe un poema mío, lo que existe es la poesía y uno es un recipiente en el que descansa. El escritor escribe dando forma a los pensamientos de muchos que no escriben. El creador, el poeta, el artista, corren el inmenso peligró de perder de vista este hecho esencial. Con ello surge el más pesado de los egoísmos. En la anti­güedad no existía la noción de autor. Una obra de arte era anónima porque pertenecía al Todo del que surgía.

 

En realidad, en el mismo acto de crear, cuando uno está dando luz a su obra no hay ego. Cuando uno crea es puro,  no se preocupa del yo, es cuando uno no crea que se preocupa del yo. La creativi­dad es como un río, no tiene ningún poseedor, del mismo modo que un río no se preocupa por donde pasa. El río atraviesa fronteras, baja por las montañas, pasa de un país a otro, de una cultura a otra. Hoy, discutimos mucho por los autores de las cosas, pero el río sigue tranquilamente su curso. No le importa que le llamen Pedro o Emi­lia, no le importa los comentarios de los críticos y el éxito o la fama obtenidos. Lo único que le importa es correr. Y todos somos los ser oidores de ese río. Lo único que importa es dejarnos mojar y arras­trar por su corriente. Lo que de verdad importa es recuperar la ca­pacidad de poder disfrutar bañándonos en él y jugar con el agua como todos los niños saben hacer.

 

Es importante crear algo, porque de ello pueden surgir descubri­mientos esenciales sobre uno mismo. La exigencia de creatividad presupone un reto muy fuerte, pero inescapable, a no ser que se quiera vivir la misma necesidad de un modo sustitutivo: imponiendo a los demás (hijos, amantes, etc.) la propia sustancia individual. Los descubrimientos posibles que se pueden realizar, apuntan a un pro­ceso esencial que se da debajo de la superficie de las cosas. Un pro­ceso que permite vincular la vida y la obra en una unidad que, fácil­mente, revela el mito que uno encarna o del que uno participa. La obra revela la individualidad porque a través de ésta se vislumbra un sentido. Un sentido que encaja en el individuo como un todo vivien­te, es decir, como un trozo de naturaleza del que se desprenden ac­ciones (sus hijos) que son una réplica casi exacta de la matriz de la que surgieron. Existe una relación paradójica entre la vida y las obras. Consiste en que son realidades complementarias sólo en un sentido: podemos comprender la obra de un autor sin conocer para nada su vida, pero no podemos comprender la vida de un autor sin conocer su obra.

 

Las obras que uno crea, como los hijos, son independientes de sus autores. Por tener vida propia, su significado varía para cada persona y, en distintos momentos, también para una misma perso­na. Gracias a ellos penetramos en otro mundo de sentidos y vemos nuestra propia intimidad bajo otra luz: salimos del encierro.

El acto creativo parte de un estado de separación y constituye siempre una tentativa de reunir lo que fue separado. Por eso Octa­vio Paz (22,a) es capaz de decir: "En el poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante, como el fruto y los labios. Poesía, mo­mentánea reconciliación: ayer, hoy, mañana; aquí, allá; tú, yo, él, nosotros. Todo está presente: será presencia."

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